lunes, 1 de febrero de 2016

Aquella princesa


Aquella princesa
estuvo mil años encerrada en una torre fría y silenciosa
sólo se oía el crujir de su tristeza
el murmullo enfadado de su vida inmóvil
el golpear de su sangre sobre las mañanas estériles

La princesa comía niñas estrellas
las cazaba al inicio de la noche
atrayéndolas con su dulce canto
Todo el cielo estaba horrorizado ante su crueldad
pero qué podía hacer ella
quizás tejer su pelo, tan largo que llegaba hasta el alba
quizás tocar un arpa inútil hecha de deseos
quizás soñar un príncipe
sí, la princesa pensaba, con la boca llena de polvo y de luz,
podría haber construido un príncipe,
con corteza de árbol y piedras su estructura
con plumas de pájaros su voz
con mi pena frágil su alma
pero qué cansado el trabajo de toda esa arquitectura
y lo que vendría después:
escuchar sus manos escarbar la tierra y mi corazón
escuchar su respiración derribar mi torre y mi pecho
sentir cómo camina sobre la puerta de mi celda y sobre mi pensamiento
invadiendo el dolor, la soledad,  mi frente, mis ojos,
conquistando cada uno de mis huesos

Así que la princesa rompía en trocitos pequeños
las hojas secas que jugando se colaban por las rejas de su ventana
y les daba la espalda a las aves pequeñas que querían picar su alma
no fuera a ser que el príncipe creciera poco a poco
hecho de la leve materia que invadía los rincones 

Es mejor comer estrellas, se decía,
comer estrellas es un delito contra el sueño
pero un príncipe es un delito contra despertar.










viernes, 15 de enero de 2016

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya  y también viéndome que escribía.
                                              
                                                             El grafógrafo. Salvador Elizondo


Escribir

Escribía en el borde de la madrugada. Escribía en el reverso del día, levantando con cuidado una esquina de la clase de latín. Escribía escondida debajo de la clase de matemáticas. Escribía en las pausas del aire, mientras caminaba por la ciudad. Escribía  en la música, mirando el techo de los teatros. Y en las miradas de la gente. Escribía  en los árboles y en las tardes largas.
 Escribía porque la prisa no la había alcanzado, y ella no sabía que venía detrás y que acechaba.
Escribía porque no había papeles que cumplimentar, manos que estrechar, escalones que subir.
 Escribía porque el alma estaba abierta y a veces sin saber por qué, herida.
Escribía porque veía cosas, y oía cosas, y sabía que eran ciertas.
Escribía en los vasos turbios, en los amores imposibles a los que se enganchaba, en las conversaciones largas y hermosas.
Escribía porque todo sucedía de una forma mágica y extraña.
Escribía como una forma de vivir. Escribía porque soñaba. Escribía porque no era gris la mañana. Escribía porque aún estaban algunas puertas  cerradas.
Escribía como beber agua, como mirar la luna de forma interminable, como no saber volver a casa por otras calles.

Luego algo pasó, y todo lo no escrito se fue agolpando, presionando, empujando, fue colapsando por dentro sus rincones. Hasta que las palabras se abrieron de golpe.

Y escribió.
Escribía para no volver a quedarse nunca dormida. Escribía para no olvidar que hay otra manera. Escribía porque sabía que eran mentira muchas cosas y que otras permanecían impasibles y escondidas.
Escribía.



                           María Pérez Collados

domingo, 24 de mayo de 2015

Anna Amalia cultiva música y sueños

Quiero verla,  oírla hablar, ver cómo se mueve entre los pliegues sucios del pasado. Pero está difuminada, disminuida ¿En qué rincón perdido del tiempo ha quedado olvidada? Su leve paso sólo es ceniza, apenas unas líneas en algunos libros. Toda su pasión, todo su dolor han sido cubiertos por la maleza del olvido. Para  saber más  debo apartar bosques y batallas, hazañas y hombres agrandados por los ojos de la historia.  Quizás sea normal. No es más que una chiquilla de siete años a la que su padre arrastra del cabello como sólo puede hacerlo un rey. Sólo es una niña que huye de su casa porque no le permiten estudiar música. Ella quiere bailar y mover sus manos como mariposas. Mírala girando, riendo. ¿La mira su hermano Federico II el grande?  
La vida de Federico se describe profusamente; sus logros, su especial carácter.  Ahí, en una esquina del relato, asoma la pequeña princesa que sueña notas y pájaros. Podría esperarse que su hermano la comprendiera; su padre también lo despreció por preferir  palabras y  música al frio devastador de las armas, ese frio que inundará su corazón siete años. El ama todo lo delicado que habita en el mundo, en su corte se habla en francés y el viejo Bach probará sus pianofortes e improvisará sobre una melodía compuesta por él. Quién puede imaginar mayor gloria. Federico mantiene correspondencia con Voltaire, quien  vendrá a iluminar el reino y se marchará mascullando que el rey precisa que lo halaguen igual que las coquetas.
Pero cuando mira a Anna Amalia, Federico II el rey ilustrado, ¿qué ve?  Sólo  un entramado de huesos y humores. Apenas nada. Por eso cuando Anna Amalia se casa en secreto con Barón Federico von der Trenck, Federico no recuerda que él mismo había intentado escapar a Inglaterra con su compañero Hans Hermann von Katte, y que fue apresado y que tuvo que presenciar cómo su amigo era ejecutado. Un árbol cortado de raíz. Un dolor instalado quizás como veneno en el alma. Pero Anna Amalia es una mujer, como hemos dicho, acaso un entramado de huesos y humores. Así que el rey afrancesado, el rey filósofo, el rey músico, encarcelará al barón durante diez largos años, anulará el matrimonio y recluirá a la princesa triste de todos los cuentos en la Abadía de Quedlimburg. Y ¿qué tiene que decir a esto Voltaire? Él que trajo la luz al mundo. ¿Nada? Pero si él mismo glosó las aventuras del Barón, al igual que Víctor Hugo. Y estos doctos señores, ¿no se apiadarán de la suerte de Anna Amalia? Creo que no, creo que su tolerancia y su bondad pasarán de largo.
Anna Amalia llegó a ser Abadesa de Quedlimburg, pero su alma que volaba no se quedó recluída; vivió en Berlín, atesoró partituras, escribió música. En sus salones paseó la inteligencia y la melodía. La princesa tocaba la flauta, el violín y el pianoforte. Pasados los treinta años comenzó a recibir clases de composición de Kirnberger que a su vez había sido alumno del gran Bach. Quizás la princesa recordara aquel día de 1747 en el que el viejo Bach había sido retado por su hermano Federico a improvisar una fuga a seis voces. La princesa atesora partituras, una extensa y hermosa colección que su profesor Kirnberger le ayuda a  ordenar, en su biblioteca murmuran motivos, fugas, cantos,  Carl Philipp Emanuel Bach, Telemann, músicos y notas, fragmentos y vidas. Mientras  Diderot y  d´Alembert componen su enciclopedia, mientras Rousseau y Voltaire disertan, Ana Amalia compone, recoge partituras, estudia, conversa. Quizás debe soportar oír aquello que también escuchó Virginia:
'Señor, una mujer compositora es como un perro que caminara sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero es de sorprenderse que algo logre".

En todo caso, su excesivo rigor le hace destruir casi todo lo que compone. Pero algunas piezas han llegado hasta hoy, son como un pequeño aliento, una caricia en el aire que recuerda que ella estuvo aquí, y sufrió y amó, y libró todas las batallas.
Anna Amalia llegó al mundo áspero de 1743, y murió en 1787 en Berlín. Es de esperar que en su muerte pequeñas niñas corcheas la acompañaran, y violines invisibles despidieran su corazón, que tanto soñó y tan duramente fue golpeado.
Caminó por un mundo iluminado  que no fue capaz de alumbrar del todo, y por las esquinas que quedaron en penumbra mujeres valerosas se afanaron en abrir puertas, o por lo menos, en construir con sus manos pequeños mundos que aún perduran, bajo los nombres crueles de las guerras, bajo los miles de tratados y acuerdos firmados por las rudas manos de los reyes, bajo el peso excesivo de la gran historia, la historia subterránea de las mujeres late y permanece. Lo dijo Virginia y es cierto
.. . Porque no se necesita mucha habilidad psicológica para estar seguro de que una chica sumamente dotada, quien hubiera intentado emplear ese don en la poesía, se habría visto tan frustrada y tan impedida por otras personas, tan torturada y tan dividida por sus instintos en oposición, que de seguro habría perdido la salud y la cordura. . .

Pero escuchemos la música de Anna Amalia, su paso leve que aún perdura










domingo, 15 de marzo de 2015

Virginia Tuvo que leerlo


Virginia tuvo que leerlo

. . Si bien es verdad que un pequeño porcentaje de las mujeres son inteligentes como los hombres, en conjunto, la inteligencia es una especialidad masculina. No hay duda de que algunas mujeres son geniales, pero la suya es una genialidad inferior a la de Shakespeare, Newton, Miguel Angel, Beethoven, Tolstoi. Además, la capacidad intelectual mediana de las mujeres parece muy inferior. . .

¿Quién ha escrito esta pequeña reflexión? ¿Merece la pena saberlo? Quizás sí, ya que sabemos que Virginia tuvo que leerla, escucharla, contestarla. Ya que sabemos que hay todavía un murmullo que nos acompaña, y que tiene la curiosa forma de palabras parecidas, escondidas ahora en huecos pequeños y frases disfrazadas de normalidad , como pequeñas espirales sin fin.
Vamos pues a ver quién es ese hombrecillo que respira fuerte, lleva corbata de nudo hecho y lleva quince días sin afeitarse; ese hombrecito que de forma tan exhaustiva y segura pregona la inferioridad intelectual de la mujer.

Una imagina a ese hombrecito realizando esforzados trabajos, intrincadas investigaciones, escalando la historia, hurgando en los más recónditos rincones para asegurarse de no hallar una mujer con el genio de Shakespeare. Una imagina. . .pero pongamos nombre a este gracioso hombrecito. . . ¿Voy a escribirlo? ¿Le daré un pequeño espacio en mi página? En este territorio en que planto  palabras niñas, pájaros,  nombres de árboles que son urgentes, como higuera, olivo, sauce, olmo, acacia, roble. .. sí, abramos la puerta y donde un día puse Alejandra, Jane, Simone, Virginia, pongamos a este hombrecito llamado Arnold Bennett.
Arnold Bennett escribió novelas y ejerció el periodismo; de hecho, escribió en diversas revistas femeninas en las que, imagino, tuvo que sujetar su alado talento, para delimitarlo y meterlo en la jaula del genio escaso de la mujer.
Arnold escribió mucho, y aún hoy se reedita su obra, no tanto desde luego como la de Virginia. ¿Deberíamos leerlo? No lo sé, quizás. Puede que lo ojee desdeñosamente desde mi posición privilegiada; yo viva, él muerto, yo presente, el cubierto por la gris textura de los años. Yo esgrimiendo mis palabras como espadas, él sometido a este inofensivo escrutinio, con sus peores frases abiertas  y al descubierto. Puede que  lea Enterrado en vida o cuento de viejas, y que Virginia y yo sonriamos. Ahora que  Virginia dice No necesito odiar a ningún hombre, no puede herirme. ¿No puede herirme? ¿No hirió a Virginia?
Arnold y Virginia mantuvieron un duelo intelectual sobre la naturaleza de la novela, una querella con los modernos en la que Bennett defendía el realismo como único cauce para la creación literaria. Me deprime el astuto realismo del señor Bennett, diría Virginia. Así que durante una década, dos escritores se enfrentaron en artículos, conferencias, reuniones. Así que Arnold consideró después de todo que la inteligencia y el valor de Virginia merecían todo ese esfuerzo. Quizás esto es lo que debemos recordar, aún hoy, con esos insectos molestos y tenaces todavía revoloteando, manchando la luz.
Cuando Arnold Bennett murió Virginia escribió en su diario:

Arnold Bennett murió anoche; lo cual me ha dejado más triste de lo que hubiera supuesto. Un hombre amable y auténtico; limitado, un tanto torpe en el vivir; con buenas intenciones; grandote; cariñoso; rudo; sabedor de su rudeza; oscuramente desorientado y en busca de otras cosas; atosigado de éxito; herido en sus sentimientos; ávido; de palabra premiosa; intolerablemente prosaico; con cierta dignidad; entregado a la literatura; pero siempre estafado, engañado por el esplendor y por el éxito; aunque ingenuo; un viejo latoso; un egotista; muy a merced de la vida, a pesar de su competencia; una visión de la literatura propia de tendero; aunque dominando sus rudimentos, cubiertos de grasa y de prosperidad y por el deseo de horribles muebles Imperio; con sensibilidad. Cierta capacidad de verdadera comprensión, así como un gigantesco poder de absorción. Estas son las ideas que se me ocurren a arrebatos y sacudidas, mientras esta mañana estoy ahí sentada haciendo periodismo; recuerdo su firme decisión de escribir mil palabras todos los días […] Es extraño observar cuánto lamenta una la desaparición de una persona que causaba la impresión, tal como he dicho, de ser auténtica; que estaba en directo contacto con la vida, por cuanto me trató mal; y casi deseo que pudiera seguir tratándome mal; y yo tratándole mal. Un elemento de la vida –incluso de la mía, tan remota- que nos ha sido arrancado. Esto es lo que más importa.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Virginia busca palabras

Virginia busca palabras. En las estanterías, en lo alto de los armarios, debajo de las alfombras. Virginia busca palabras. En la espalda de Leonard cuando trabaja, en la mirada hermosa de su perro, en el murmullo del bosque. A veces no las encuentra y tiene que irse lejos. Parece que su mirada está perdida, pero lo que ocurre es que  está viajando.  Después regresa, viene caminando, cansada, con su cargamento de palabras.
Virginia se encierra en su cuarto. Las palabras son niñas inquietas, no paran de moverse, lo tocan todo. Se suben a la ventana, mueven la lámpara, se esconden debajo de la mesa.  Se ríen, las palabras. Como  no se toman nada en serio, a Virginia le toca organizarlo todo; dar órdenes, pedir silencio, detener juegos. Es agotador. En realidad Virginia preferiría ser una palabra y estar  colgada de las cortinas balaceándose.  Pero de repente una frase viene a ayudarla

No puedo moverme sin desplazar de su lugar el peso de los siglos. Flechas, un millón de flechas, me atraviesan. La burla y el ridículo me desgarran. Yo, capaz de recibir las tempestades en mi pecho, capaz de dejar alegremente   que el granizo me cubra, quedo inmovilizada, aquí. Quedo en evidencia. El tigre salta. Con sus látigos las lenguas se dirigen a mí. Móviles, incesantemente, las lenguas se agitan sobre mí. He de defenderme con mentiras. ¿Qué amuleto hay contra semejante mal?

Y esa frase pone en fila a las palabras, las insta al silencio. Y esa frase tira de la mano de Virginia, hacia arriba, la está elevando por encima del suelo
¡Cuánta disolución del alma exigís sólo para poder vivir durante un día, cuántas mentiras, cuántas reverencias, cuánta palabrería fluida, cuántos roces y cuánto servilismo! ¡Me habéis encadenado a un punto, una hora, una silla, y os habéis sentado delante! ¡Me habéis arrancado los blancos espacios que median entre hora y hora, con ellos habéis formado sucias píldoras y los habéis arrojado a la papelera con vuestras grasientas zarpas! Y estos espacios eran mi vida.

Yo, con las palabras desordenadas y rebeldes tirándome del pelo y dándome golpecitos en el hombro, estoy releyendo “Las olas”, leyendo a Virginia en la madrugada. Las palabras no me han dejado dormir, están enredando todo el rato, me han susurrado  hasta que han conseguido levantarme. ¿Qué queréis que hagamos ahora? Les pregunto, pero ellas no saben, sólo revolotean divertidas y a veces tocan suavemente el centro del alma. Como ahora. Pienso en esos espacios blancos que median entre hora y hora. ¿Dónde están? ¿Lo sabe Virginia?
Busco en su diario


Ayer Doran Heinemann me ofreció 2.000 libras por escribir una vida de Boswell. L. está escribiendo mi cortés negativa en este momento. He comprado mi libertad. Es curioso pensar que al rechazar esta oferta he pagado por poder ir a Rodmell y pensar únicamente en “Las olas”. Si hubiese aceptado, compraría casas, mesas, y me iría a Italia. No merece la pena.

domingo, 31 de agosto de 2014

A tus pies donde mueren las golondrinas, dice Alejandra

Hay demasiada noche para las manos diminutas de Alejandra, se desbordan las estrellas, pesan mucho.  Y durante el día, a veces, quedan trocitos de madrugada que no dio tiempo a escuchar, ese sonido incesante que Alejandra escribe

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta

Alejandra Pizarnik ama las palabras, las abre como quien abre una puerta o levanta un puente para atravesar el vacío

Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos y sonreír.

Palabras donde poder sentarnos y sonreír.  Leo a Alejandra y a veces la busco en la mañana llena de pájaros. Busco a la mujer pequeña, inteligente, capaz, herida, que habita debajo de la leyenda. Busco el aleteo breve que permanece escondido.

Pero... ¿es posible soportar esto? Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo. ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?

Alejandra escribe esto en su diario, el siete de diciembre de 1952. Sí, miremos hacia atrás, hacia esas mujeres. Por ejemplo, ¿Qué hacía Emily Dickinson en 1852? Tenía veintidós años.  ¿Qué dolor,  qué cansancio la llevaron a la soledad y al silencio? A los treinta años Emily vive aislada,  vestida de blanco y de palabras, vestida de poemas que no publica. Tras su muerte hay un torrente incesante de versos.

Pasados ya cien años
nadie el lugar conoce:
la angustia allí sufrida
es una paz inmóvil.

La paz inmóvil que cubre el silencio que vive en los márgenes del tiempo. Un hilo invisible que une a Alejandra, Emily, Virginia. Mujeres que permanecen unidas a mi imaginación, mujeres que aún murmuran y cantan.


Aquí una estrella, y otra estrella lejos:
alguna se extravía.
Aquí una niebla, más allá otra niebla,
pero después el día.


Le dice Emily a Virginia. . .

  Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día.


Le dice Virginia a Alejandra, y Alejandra asiente. . . y escribe dentro de esa cadena interminable

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola
 y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí  que tiembla.


miércoles, 13 de agosto de 2014

Una mujer dentro del cuadro

Mujeres asomadas al siglo XX. Mujeres mirando el inicio de algo nuevo,  una suerte de amanecer distinto. Descubrimientos asombrosos, nuevas palabras, puertas abriéndose sobre la vida. El siglo XX, antes del dolor y la guerra, antes de que el horror y la sangre, con sus  botas sucias, pisotearan la tierra, era una esperanza. Y a esa esperanza se asomaban ellas, buscando algo más, eso que permanentemente les era negado.
Pero ahora están en mitad de ninguna parte, buscando alguna grieta por la que asomarse y mirar las cosas. Sí, están ahí, han llegado caminando sin descanso, en las Academias de Artes, en las aulas, en los cafés hablando de literatura. Están en el surrealismo y en el teatro. Están en la noche alcohólica y soñadora. Están por las calles del París irrepetible de 1900. Pero algo falla en el mecanismo de este reloj, un tic tac impreciso que no cesa, un sonido distorsionado. Mira cómo sin remedio se quedan atrapadas dentro del cuadro. Mira a Angelina, que ha venido desde su Rusia natal, animada por sus profesores de la Academia Imperial de las Artes. Quiere pintar. Es pintora. Atrapa París en su retina, sueña y dibuja y se enamora de Diego Ribera. Viven en un pequeño cuarto miserable y ella ama, ama con  la misma pasión que pone en sus cuadros. Pero Diego se va y ella se queda sola. Y sigue pintando, y sale adelante después de habitar la desolación y la tristeza,  y años después vive en ese México lleno de artistas venidos de otros lugares. Pero Angelina Beloff  es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en el París de 1921, cuando Diego se fue.



 Artemisia Gentileschi oye también el tic tac impreciso e incesante que atraviesa el tiempo, es como si el aire cojeara un poco, como si una puerta invisible impidiera el paso. Artemisia está soñando con  Angelina. Sueña con el mundo que Angelina ha conquistado. Y mientras camina por Florencia, por Nápoles, Por Londres, por Roma, arrastrando el pesado equipaje de su violación y de todas las humillaciones pasadas, por un momento su silueta se escapa del siglo XVII para pintar una vida distinta. Artemisia sufre y pinta, y vive y es valiente. Pero mira, ¿dónde está Artemisia? Se la ha tragado el silencio, habita dentro del cuadro,  casi no se la ve, detenida en los márgenes estrechos de su tiempo, intentando escapar, presente en los gestos y las miradas de las mujeres graves que pinta. Artemisia Gentileschi es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en la Italia del siglo XVII.


El reloj sigue girando y oímos ese sonido metálico que aún nos hace preguntarnos cómo ajustar todo lo que permanece en tan incómodo equilibrio. La memoria es una senda llena de árboles y paisajes que alimenta la mirada. Mirar a esas mujeres valerosas, mirar fíjamente el cuadro para poder divisarlas. Y después mirar un poco más allá, para ver lo que está dibujado detrás, quizás tapado por otras siluetas, quizás silenciado por tantas voces que hablan en desordenado discurso. Allí están ellas, Angelina, Artemisia, Remedios, Leonora, Virginia, luchando por salir de los márgenes.