viernes, 15 de enero de 2016

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya  y también viéndome que escribía.
                                              
                                                             El grafógrafo. Salvador Elizondo


Escribir

Escribía en el borde de la madrugada. Escribía en el reverso del día, levantando con cuidado una esquina de la clase de latín. Escribía escondida debajo de la clase de matemáticas. Escribía en las pausas del aire, mientras caminaba por la ciudad. Escribía  en la música, mirando el techo de los teatros. Y en las miradas de la gente. Escribía  en los árboles y en las tardes largas.
 Escribía porque la prisa no la había alcanzado, y ella no sabía que venía detrás y que acechaba.
Escribía porque no había papeles que cumplimentar, manos que estrechar, escalones que subir.
 Escribía porque el alma estaba abierta y a veces sin saber por qué, herida.
Escribía porque veía cosas, y oía cosas, y sabía que eran ciertas.
Escribía en los vasos turbios, en los amores imposibles a los que se enganchaba, en las conversaciones largas y hermosas.
Escribía porque todo sucedía de una forma mágica y extraña.
Escribía como una forma de vivir. Escribía porque soñaba. Escribía porque no era gris la mañana. Escribía porque aún estaban algunas puertas  cerradas.
Escribía como beber agua, como mirar la luna de forma interminable, como no saber volver a casa por otras calles.

Luego algo pasó, y todo lo no escrito se fue agolpando, presionando, empujando, fue colapsando por dentro sus rincones. Hasta que las palabras se abrieron de golpe.

Y escribió.
Escribía para no volver a quedarse nunca dormida. Escribía para no olvidar que hay otra manera. Escribía porque sabía que eran mentira muchas cosas y que otras permanecían impasibles y escondidas.
Escribía.



                           María Pérez Collados